MARCELINO GANZARAÍN. EN SU MEMORIA
“El Hermano Marcelino destacó como maestro, acompañante espiritual y
visionario de la vida religiosa. Fue un líder nato; su carácter jovial y
fraterno le permitió desempeñar múltiples misiones al servicio de la Provincia
y del Instituto marista”. Así lo expresa la página del Instituto marista en
breve su nota necrológica (https://champagnat.org/es/fallecio-el-h-marcelino-ganzarain-consejero-general-de-1985-a-2001/).
Maestro, acompañante espiritual y visionario, ¡doy fe de
ello! Por ahí transitan mis primeros recuerdos. Conviví con él apenas un año (1979-1980);
era entonces nuestro Maestro de novicios en Venta de Baños (Palencia). Intuyo
que entendió que ser “maestro” lo debía ser en la mejor tradición de los
maestros espirituales. Éramos un grupo de novicios con mayoría de españoles,
rondando los 17 a 19 años, y cuatro latinoamericanos, algo mayores en edad.
Nos enseñó la oración pausada, asimilada interiormente,
en contraste con nuestra costumbre de recitar salmos y rezos a toda prisa.
Aprendimos a compartir el eco breve de los salmos en comunión de espíritus.
Recuerdo aquel eco en su propia boca, destilando experiencia pascual: “en su
camino beberá del torrente, por eso levantará la cabeza”. La meditación
bíblica, por el camino de la profundización en los textos y el acercamiento a
Jesús fue otro de sus fuertes. La formación litúrgica del caso, más centrada en
la comprensión espiritual de los textos (salmos, himnos, antífonas…), y sus
tiempos (adviento, cuaresma), que en los formalismos rituales.
Marcelino fue maestro, formador y visionario. Las claves teológicas
que estimó pertinentes para nuestro formación posvaticana actualizada fueron:
Jesús, María, la Biblia. Leímos bajo su orientación una cristología reciente La
humanidad nueva, de González Faus, que recogía lo mejor de la cristología
europea de la época, y buscó un profesor de biblia destacado. Asistimos a
charlas de actualización en teología de la vida religiosa, que dictaban en la
ciudad los padres claretianos, con perspectivas muy novedosas, releyendo a la
luz del Vaticano II y los nuevos tiempos las dimensiones de consagración,
misión, votos, y otros diversos asuntos teológicos que en esos años de apertura
(en la Iglesia y en el contexto político español) se habían puesto sobre el
tapete. Marcelino acompañaba personalmente nuestros procesos que en buena medida
chocaban con lo recibido en los años anteriores de formación de seminario. En
moral sexual, nos acompañó con algunas lecturas del teólogo moralista Marciano
Vidal, promoviendo la liberación de nuestras conciencias, encorsetadas en los
anaqueles de los pecados veniales y mortales, apuntando a la llamada “moral de
actitudes”. La
alternativa cristiana,
1978, de José María Castillo, era libro que andaba por allí , entre nosotros, en
el debate sobre un nuevo modo de ser Iglesia; como aquel otro de Boff: Eclesiogénesis:
las Comunidades de Base reinventan la iglesia, 1977, en el que —en un
apéndice— se debatía sobre el sacerdocio de las mujeres, antes de que Juan
Pablo II vetara el asunto. En fin, procesos
todos de cambio que se venían dando en la iglesia, y en los que Marcelino supo introducirnos,
con gran libertad. En biblia, estábamos pasando de una interpretación
fundamentalista y literal, a una exégesis crítica de los textos. Así pues,
Marcelino nos hacían rondar autores que más tarde, algunos de ellos, serían vistos
con recelo y sometidos a inspección, pero aún no. Estábamos en tiempos de
debate y discernimiento eclesial, y los novicios con gusto nos abríamos a ello.
Pero no todo era leer. Que no faltaba el tiempo para
recoger las remolachas o la alfalfa de la finca, o para ayudar al parto de las
vacas, si era necesario. Marcelino participaba en nuestros juegos de básquet,
en los que destacaba por su habilidad. Junto a los tres hermanos salvadoreños,
se equilibraba un poco la afición clásica de los españoles hacia el
fútbol, y se formaban unos entretenidos
partidos, con buenas jugadas y hasta alguna bronca, como se estila en todo
deporte de competencia.
Maestro tocado por los pobres. Desde la raíz
cristológicas supo dirigir nuestras miradas hacia los pobres. Eran parte de lo
que Faus denominaba en su cristología “las pretensiones de Jesús”. Modelos de
vida, como Francisco de Asís, apuntaban en esta misma dirección. Me tocó
presentar la vida de este santo para otros muchachos más jóvenes (del juniorado
de Miranda) en una convivencia, y para ello me indicó la lectura de cierto
libro (El hermano de Asís, Larrañaga, 1979). Tras la exposición
realizada lo recuerdo con su palabra de ánimo, sacudiendo mis inseguridades.
Con ocasión de alguna celebración festiva recuerdo su emotiva recitación del
poema Los Motivos del Lobo, de Rubén Darío, con un nuevo señalamiento
hacia Francisco. Jesús el galileo, Francisco
de Asís, Casaldáliga, y luego Romero, serían algunas de las pistas a seguir que
se nos ofrecían…
En los diálogos personales aprovechaba la ocasión para
sugerirnos lecturas. Recuerdo dos de sus libros recomendados. El primero de
ellos, viendo mi inquietud por la realidad latinoamericana y nuestra misión
marista allí, fue Diálogos
en Mato Grosso con Pedro Casaldáliga (Tierra dos tercios, 1978). Texto de
Teófilo Cabestrero que agradecí, pues abrió mis perspectivas en esas claves de
inculturación del evangelio y proximidad con los pobres.
Otro
libro era más antiguo: Ser cristiano, ¡esa gran osadía!, de Carlos
Bliekast. Me hizo bien leerlo, y hasta lo descubrí después por el año 2000 en
otra biblioteca y me permití releerlo. Un buen libro lleno de poesía y
espiritualidad comprometida, anclada en la propia realidad, escrito ¡antes del
concilio! Aprendí a no desechar la historia, a descubrir las búsquedas en el
pasado.
Maestro en la comunidad eclesial. Si nos motivaba a abrir
nuestros espíritus y mentes a los nuevos tiempos eclesiales, lo hacía
reforzando los vínculos con la iglesia toda. De modo que, paralelamente, nos
invitaba a participar en un grupo carismático de oración en Palencia, o con los
Cursillos de Cristiandad y sus Ultrellas.
Cuando la hora del laicado aún no había sonado con fuerza, nos relacionaba
estrechamente con el matrimonio vecino de Agustín y Lola. Si alguien dentro del
noviciado sugería, se abría a las propuestas. Control mental Silva —literatura
que yo miraba con recelo— se introdujo como taller de libre participación a
solicitud de un novicio. En ese paraguas de propuestas nos fue orientando para
decidir nuestra vía interior con libertad. La tarea apostólica en la escuela
local o la visita a algunos ancianitos de religiosas, completaban nuestros
vínculos eclesiales y nuestros primeros pinitos en la misión marista.
Maestro pastoral. Dada nuestra juventud, introdujo la
práctica de las dinámicas de grupos para nuestro crecimiento, impulsó la
realización del proyecto comunitario, y favoreció el intercambio con un grupo
juvenil local. Marcelino era amante del buen cine, así que ocasionalmente
proponía películas para ver o bien, durante alguna tarde de acompañamiento
personal, llevada al cine a algún novicio. Recuerdo haber visto entonces Kramer
vs Kramer, y en televisión su propuesta de Un mundo feliz, basada en
el libro de Huxley. Siempre películas para el comentario y la reflexión posterior.
Me sorprendió un detalle de su plan formativo, que en mi
estructura de pensamiento me resultaba divertido, pero que no era ni es común
en los noviciados. Se trata de sus clases de lógica clásica, con los diagramas de grupos y la mnemotecnia
de los casos: BÁRBARA, CELAREN, DARÍI, CERIO… Buenos ejercicios de raciocinio.
Lo marista. Marcelino había participado en el XVII Capítulo
General de 1976 y compartía la experiencia vivida, con verdadero entusiasmo que
sabía transmitir. Con unas Constituciones “ad experimentum”, el Concilio
Vaticano II de fondo, y la Conferencia de obispos de Puebla en desarrollo, la
vuelta a los orígenes maristas y su relectura desde los nuevos tiempos era de
esperarse. Marcelino compartió su experiencia y trasmitió su pasión por los
procesos que se iban viviendo en el instituto, especialmente al estudiar los
significativos documentos producidos por el capítulo Hermanos Maristas hoy;
y Pobreza y justicia; documentos en gran medida vigentes, si bien bastante
olvidados.
Un solo año cambió mi vida. Hoy no sería el que soy sin
el paso de Marcelino por ella, en ese contexto epocal. Estaba en un tiempo de
tomarme en serio las cosas, y no dejé pasar su influjo.
Su “carácter jovial y fraterno” al que se refiere la
página del instituto que cito al comienzo, lo detallo en algunas anécdotas. Marcelino
evitaba la tensión con los hermanos mayores. Recuerdo una confusión por un
aviso en la capilla acerca del felpudo que un hermano mayor cuestionó. Ni
siquiera tengo en mente el asunto preciso de que se trataba. Tan solo recuerdo que
un novicio avispado escribió un artículo, divertido e irónico, dejando en claro
la intención del aviso, pero malponiendo al hermano mayor. Marcelino evitó la
publicación del texto. Ahí actuó la censura, en pro de la fraternidad.
Marcelino distinguía bien los tiempos; profundidad en su
reflexión, alegría y juego en los momentos de distensión. También sabía reírse
de sí mismo. La alegría: no sé exactamente por qué ni con qué pretexto, como
dice el poeta, pero asocio la risa de Marcelino con la de Javier Espinosa
(Javi, mi otro maestro de novicios). En eso del reír eran tal para cual, y si
estaban juntos pues qué te cuento.
Los novicios lo despedimos tras ser nombrarlo Provincial
y le entregamos un librito con mensajes personales. Solo le escribí “Gracias”
en el centro de la hoja que a mí correspondía. Él mantuvo la iniciativa de
contactarnos al menos una vez al año, en Navidad. Recuerdo su primera tarjeta,
dirigida al Tomás incrédulo que era y sigo siendo, enviando “un abrazo que
traspasara el océano”, y preguntándome —como en el evangelio— si era capaz de
creer en ello.
Ese es el Marcelino que recibí, el Marcelino que ofrezco
ahora. Consciente de haber compartido poco personalmente con él en mi vida
adulta, no dejo de valorar y agradecer su paso por mi vida. Memoria desdibujada
por el tiempo. Recuerdos entremezclados con la propia vida y los deseos. Es lo
que tengo. Marcelino tal vez hecho mito, en buena medida. Cariño inmenso a lo
que fue. Distancia que aún dudo sea capaz de sortear.
Pocas veces más lo vi. Lo admiré a distancia. Desde mi
aprecio valoré su presencia en el Consejo General los años que estuvo. Leí con
atención su texto en el Suplemento de la circular Espiritualidad
apostólica marista (1993): “En especial los más desatendidos”; y animó mi
camino. Charles y luego Benito: otra época, otras dinámicas en el Instituto. Marcelino
ahí. Leí con atención y comulgué. Seguí trazando mi ruta.
Su preocupación por la formación, las vocaciones y el
futuro era visibles. Era bueno mostrando gráficas con estadísticas y
proyecciones, con las que alertaba apuntando al camino de la llamada
“refundación”, en los años en los que Benito fue Superior General.
En cierta ocasión me llegó un texto suyo sobre “la
oración duélica” o algo así; el camino espiritual como combate. El texto partía
de la etimología de la palabra “agonía” que hace referencia a esta “lucha, combate,
duelo”. Viene a mi mente la lucha de Jacob con el ángel. Recibí el texto como
una confesión del propio Marcelino y su camino espiritual.
Pocas conversaciones personales más tuve con él. Alguna
vez nos vimos en su rápido paso por Venezuela. Tal vez en la última ocasión
apareció un sutil juicio sobre la situación política del país, pero su tacto en
esto me pareció inmenso. Durante el noviciado, ni una sola vez recuerdo que
haya hablado de la salida de los hermanos de Cuba. Así que, en estos tiempos de
polarizaciones, solo asomó tímidas palabras, auscultaciones diagnósticas. No
entramos en debate con él sobre nuestra realidad. Intuyo una percepción marcada
por las complejidades vividas en Centroamérica. Preferí —preferimos— mantenernos
en ese mutuo silencio que otorga el aprecio respetuoso y comprensivo de las
diferencias.
Se nos fue, tras un vida colmada. Doy inmensas gracias a
Dios por su vida. Acepto, comulgo, aún dudo. Pido a Dios: ¡aumenta mi fe!
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