Dos poemas del hermano Chris Manion y una Elegía de Rilke copiada por él
En 1994, se publicó al poco de la muerte del hermano Chris Manion, un folleto recogiendo algunos de sus escritos, entre ellos algunos poemas, en inglés, sin traducción. Me permito versionar un par de ellos, con una breve introducción.
Castillo de Bailieborough
En 1915 el Castillo de Bailieborough, en Irlanda, pasó a ser Monasterio de los Hermanos Maristas, donde permanecieron hasta 1936. En el cementerio del lugar yacen siete de estos hermanos. El hermano Chris Manion, que se formó primero y fue formador más tarde en la cercana ciudad de Dublin (entre 1985-1990), recoge la memoria de su visita al lugar.
Húmedo peregrinaje a Bailieborough,
expiación sombría al castillo en ruinas,
sobresalto de John despertando recuerdos,
pensamientos rodeados por fragmentos musgosos
y los muros de una capilla derruida.
Siete Champagnat yaciendo eternamente
en la veta de la piedra arenosa de la fraternidad.
Cruces maristas de metal,
guardando huesos, polvo y serena santidad,
destilando en el bosque Cavan,
todo mística y misterio.
Mi deseo por largos años sucesivos:
yacer en una tierra semejante,
esta del joven Dermot
o el veteranísimo Hermano William.
Su entrega marista y mi gratitud,
como regalo de Dios.
Llamada telefónica
Desde Roma, el año de su muerte (1994), escribe este poema que aplica a la situación de los hermanos en Ruanda, y también, a algunas de nuestras situaciones vitales. Chris había copiado en otro lugar la Novena Elegía de Rilke, con aquello:
Ay,
¿qué se lleva uno más allá? No la mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores. Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible.
Y este es el poema
de Chris:
Enrejados
cercados
rodeados.
Los días pasan
en dolor mayor.
Quedan tan solo
la muda tristeza
y el sufriente amor.
Novena Elegía
de Rilke
¿Por qué, si es posible llevar el plazo de la existencia como un laurel,
un poco más verde que todo lo otro verde,
con pequeñas ondulaciones en la orilla de cada hoja (como una sonrisa del viento):
por qué, entonces, tener que ser humanos
y, evitando el destino, anhelar destino?
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana.
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel.
Sino porque es mucho estar aquí,
y porque al parecer nos necesita todo lo de aquí.
Lo fugaz, de manera extraña nos concierne.
A nosotros, los más fugaces.
Todo una vez, sólo una. Una vez y nada más.
Y nosotros también una vez. Nunca otra.
Pero este haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.
Y así nos urgimos y queremos llevarlo a cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en el corazón atónito.
Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo a quién?
Mejor consérvalo todo para siempre.
Ah, por otro lado, ay, ¿qué se lleva uno más allá?
No la mirada, la aquí lentamente aprendida,
ni nada de lo que ocurrió aquí. Ninguna cosa.
Entonces, los dolores. Entonces, sobre todo la pesadumbre;
Entonces, la larga experiencia del amor; entonces, lo puramente indecible.
Pero luego, bajo las estrellas, ¿qué ha de ser de eso?
Ellas son aún más inefables.
Pues bajando por la falda de la montaña,
el caminante tampoco trae al valle un puñado de tierra, inefable para todos,
sino una palabra ganada, pura: la genciana amarilla y azul.
¿Acaso estamos aquí para decir:
casa, puente, fuente, puerta, jarra, árbol frutal, ventana;
o a lo más: columna, torre?
Más bien para decir: compréndelo.
Oh, para decirlo así,
como íntimamente las cosas mismas nunca creyeron serlo.
¿No es la secreta astucia de esta callada tierra,
la que impulsa a los amantes a que, en su sentimiento,
todas y cada una de las cosas se arroben?
Umbral:
¿qué es para dos amantes,
gastar su propio, viejo umbral de la puerta, un poco, también ellos,
después de los muchos que los precedieron y antes de los venideros?
Poca cosa.